viernes, 25 de octubre de 2013

Cesárea necesaria


Una de las cosas que yo daba por supuesto cuando me embaracé, es que iba a parir normalmente, pero a último momento, más o menos la última semana y media de gestación, mi médico indicó con cierta preocupación que teníamos que ir a cesárea un tanto urgentemente, porque Amelia tenía un enredo con el cordón umbilical: en la ecografía se mostraba una vuelta al cuello que a la semana siguiente fueron dos, y cuando la sacaron el médico descubrió que más bien estaba toda enredada como trompo chillador.

Aunque las cesáreas son un procedimiento quirúrgico popular y bien estandarizado, no creo que haya nada natural en ser cortada al medio. Tan mal dispuesta estaba para la operación que la noche previa me dio un ataque de pánico en el súper (el médico indicó que hiciera mi vida “normal”), justo en mitad del pasillo de las galletas. Y no era para menos. La experiencia de estar más o menos sedada y más o menos atada en ese lugar frío y feo que son los quirófanos es poco menos que aterrador. No me explico cómo hay mujeres que voluntariamente prefieren eso que pasar por el trabajo de parto; yo, sin conocer lo segundo, odié tanto lo primero que mi cuerpo reaccionó con bastante furia: días después, se me acumuló líquido en la herida, así que hubo que abrir un punto y drenar por varias semanas, me dio una gastritis que ni en mis días más pesados de estudiante universitaria, y en general me sentía morir. Fue horrible.

Ahora una anécdota. Durante mi embarazo, asistí a la proyección de una peli sobre partos naturales ofrecida por una organización que los promueve acá en Jujuy: Qespikuy. Al final, hubo una especie de debate entre las asistentes, y me llamó la atención que mencionaron que la mayoría de las cesáreas se hacen en clínicas privadas, a las que obviamente tienen acceso mujeres con mayor poder adquisitivo, y quieres, es de suponerse, también tienen acceso a más información. Esa información, se supone, es que dar a luz de manera natural es mucho más beneficioso para el bebé, para la mamá, y en general para la familia. Recuerdo que Martha Sañudo, investigadora del Tec, estudiaba el fenómeno de las cesáreas innecesarias en Monterrey (decía que Monterrey es la capital mundial de la cesárea), y recuerdo que comentaba que había mujeres que la programaban en función de que el cumpleaños número cinco del bebé cayera en sábado, para poder hacerle la fiesta. Todo esto me hace alzar las cejas y pensar en muchas cosas, como que el sector de mayor poder adquisitivo no necesariamente tiene acceso a toda la información porque no quiere, eso sin mencionar que las decisiones no siempre se basan en la información disponible sino más bien en las creencias de las personas. En fin, que da en qué pensar esta cuestión.

Hasta ahí la anécdota. El caso es que odié la cesárea. Odio que tengo un agujero justo en medio de mí (ahora soy una rosquilla, ja), y recuerdo todo lo que hubo en torno a eso y quiero patear a alguien. Supongo que es para conservar el balance del Universo: después de todo, lo que más amo en el mundo (Amelia), viene de lo que más odio.

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