miércoles, 9 de octubre de 2013

Mi embarazo vegetariano



He descubierto que ser vegetariano, del Río Bravo para abajo, es toda una prueba de paciencia. No sólo debes enfrentarte a las miradas incrédulas de la gente a la que amablemente informas que no comes carne; debes además educarlos, diciéndoles cosas como que el jamón sí es carne, así como también el pollo. Lo más trágico es la falta de opciones en los menús de los restaurantes, y ni qué decir en las comidas con amigos y familiares, que creen que, seguramente, una comida vegetariana consta solamente de lechugas. La incomprensión hacia los vegetarianos, los nuevos parias de la sociedad posmoderna, se incrementa exponencialmente cuando estás embarazada: se asume que debes comer carne porque tu bebé necesita carne porque es así y pues ni modo.

Mi gine me mandó a la nutrióloga para que me controlara por mi vegetarianismo, y me hizo sentir como que otras embarazadas no necesitan control de su alimentación, o como si el vegetarianismo fuese contagioso y se le fuese a pegar a mi bebé. La nutrióloga, toda una incomprendedora (ya sé, marido, que esta palabra no existe, pero, ¿cómo llamarles?), cada que me veía insistía en que probara carne, “aunque sea un poquito”, como si uno pudiera ser “poquito” vegetariano. En familia, debo decir, esos comentarios son frecuentes, pero a la nutrióloga no la tengo que soportar así que por supuesto dejé de verla antes de que se acabara el primer trimestre de mi embarazo.

La verdad es que no “necesitas” comer carne, ni cuando estás embarazada, ni antes, ni después, ni nunca. Necesitas proteínas y hierro, y no nada más se encuentran en la carne. No soy una vegana talibán, así que bebo leche y como huevo para las proteínas; las leguminosas y los vegetales de hoja verde aportan mucho hierro; combinar bien los alimentos ayuda a tener todo lo que necesitas, y los suplementos vitamínicos que de todas maneras deben tomar las embarazadas complementan todo lo demás.

De sobra está decir que durante mi embarazo siempre estuve bien: no padecí para nada de anemia (lo cual es bastante común en el tercer trimestre, según me informan), y mi Conejita nació con buen peso y muy sana (incluso la dieron de alta antes que a mí cuando nació). Así que todos esos focos rojos que el médico, y mi marido, y mi familia prendieron cuando anuncié mi embarazo “vegetariano” fueron todos una faceta más de la incomprensión. Hasta ahora, esa incomprensión no se ha extendido a la lactancia (aparte de la invitación habitual a probar carne, la cual amablemente declinaré hasta que se me acabe la paciencia), pero ya la veo venir cuando sea tiempo de que Amelia diversifique su menú. Ya veremos…

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